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Madame Bovary y el cine. Un diálogo posible

Los clásicos invitan. Nos interpelan, nos siguen y nos desvelan. Las películas también nos convierten en insomnes. A veces, las asociaciones nos invaden, sobre todo cuando la relectura de un clásico nos recuerda aspectos que vemos en el cine. Es una forma de diálogo posible que no tiene que ver con analizar formas de adaptación y confeccionar un catálogo. Se trata de pensar la literatura y el cine como lenguajes interrelacionados. Madame Bovary, una de las novelas más grandes que se hayan escrito, de Gustave Flaubert, inmortalizó a su protagonista, Emma, una mujer rebelde, soñadora, triste, activa, entre otras cualidades que configuran un cuadro de personalidad aún hoy enigmático y enriquecedor. La rebeldía de Emma no tiene el semblante épico que sí aparece en los héroes viriles de la novela decimonónica. Su rebeldía no es en nombre de la humanidad. Es una ética guiada por el deseo. Por ello, y por su condición de mujer, la lucha es desigual. Y es transgresora porque “su destino es más humano y deseable que el de esos hacendosos vientres procreadores que son las mujeres de Yonville (…) quienes no parecen vivir sino para cumplir ciertas funciones domésticas y que sin duda piensan, como la suegra de Emma, que las mujeres no deben leer novelas so pena de convertirse en unas évaporees” (Mario Vargas Llosa, La orgía perpetua, 1975). Este primer rasgo transgresor de Emma habilita a los moralistas de siempre, aquellos que intentan anular los derechos y la libertad de leer lo que uno quiera. Tres escenas me vienen a la mente. La primera proviene de la adaptación que Francois Truffaut hace del texto de Ray Bradbury, Farenheit 451, en 1966. Si bien estamos ante una inusual incursión desangelada de uno de los maestros de la Nouvelle Vague, no deja de ser impresionante ver a ese escuadrón destinado a secuestrar y quemar libros. La otra pertenece al documental Imagine (Andrew Solt, 1988), centrado en la figura de John Lennon, concretamente al episodio que involucra una declaración de John sacada de contexto y que despertó la ira promovida mediáticamente. El resultado: miles de personas quemando discos de Los Beatles. Desde siempre, los moralistas han hecho su juego macabro. Flaubert lo sabía y Emma lo padeció.

La fantasía de Emma, si prescindimos de lecturas clínicas, como la locura creadora del Quijote, se destaca como un combate frente a un orden social crítico, un mundo violento para la mujer. Se trata de una mujer deseante. Su despertar sexual ocurre en un colegio de monjas, al pie de los altares, entre el incienso de las ceremonias (Influencia del Marqués de Sade a quien Flaubert había leído, por supuesto) Lo erótico se contamina de religiosidad y la religión de erotismo. En la novela, lo sexual es más estimulante cuando no es exclusivo ni dominante, sino que se halla integrado (como en la vida) en un contexto vital y complejo. De allí la lógica de acercamientos, de tacto, de percepciones, sobre todo con León, uno de los amantes. Mientras releía esos pasajes, no podía dejar de vincularlos con dos películas maravillosas: Los puentes de Madison (Clint Eastwood, 1995) y Con ánimo de amar (Wong Kar Wai, 2001), ambas construidas a partir de amores efímeros, presentes volátiles y mujeres que también deciden. Pero sobre todo con la sensibilidad de un erotismo fundado en cruces de gestos, miradas y roces. Por ello en la novela, como en estas películas, hay una estrecha relación entre lo erótico y el fetichismo. Se trata de recorrer los objetos con la mirada, de tocarlos como si fueran sagrados (el tema de los pies y de los zapatos aparece con frecuencia, incluso, en las correspondencias de Flaubert), algo que asumieron como ritual sagrado cineastas como Quentin Tarantino y Luis Buñuel, por citar dos casos paradigmáticos.

Esto da cuenta de una atención minuciosa, de un gusto por el detalle. Si lo llevamos al plano cinematográfico, grandes momentos se suceden mientras al margen o a un costado del encuadre hay elementos que parecen más relevantes que la centralidad del conflicto. Manny Farber los llamaba distracción periférica. Recuerdo una gran película de Douglas Sirk, Escrito en el viento (1956).Se trata de un mundo material basado en apariencias que se derrumba ante la imposibilidad del amor y de las frustraciones internas de los personajes que viven en ese universo decadente. Robert Stack está maravilloso e interpreta al hijo de un magnate petrolero. Su drama es que no logra concretar una vida social ajustada a las apariencias ya que su amenazada virilidad lo entierra en el alcohol y en el infierno de la duda constante hacia su mujer, Lauren Bacall. Claro que Sirk jamás apelará al trazo grueso y sí a un conjunto de significantes que fortalezcan el derrumbe. Hay una escena que sin estridencias ni gritos expresa de manera magistral el tormento del personaje. Se encuentra con su médico particular en un café; allí se entera de que es estéril. La cámara recorre el rostro de Stack, explora sus facciones a punto de estallar. Lo vemos levantarse y salir como un autómata. Ya en el exterior del bar, el encuadre es funcional al remate: por el borde de pantalla se atraviesa un niño montando un caballito de juguete ante la desesperada mirada del protagonista. Sirk, como Flaubert, es un poeta maldito en un sistema donde se expresa como puede. En este caso, la elegante perversión se manifiesta en este acto discursivo con ese símbolo para escenificar al fantasma que se lleva adentro, como una forma de enunciarlo por asociación en la mente del espectador, también dispuesto a compartir desde la butaca (¿con una sonrisa?) la insidia de la situación.

A lo anterior hay que considerarle el elemento añadido, esa materialidad otorgada a los objetos inertes y que obedece a una operatoria subjetiva. Toda la parte de la fiesta en la residencia del Marqués en la novela confirma el propósito de la estética realista, dar cuenta del marco, del espacio, abordado como objeto de laboratorio. La frivolidad de la fiesta está sugerida por un concierto de imágenes sensoriales, porque no se trata solo de ingresar a un lugar, sino de sentirlo, percibirlo, recorrerlo con la mirada, del mismo modo que en Ojos bien cerrados (Stanley Kubrick, 1999), lo hace el personaje de Nicole Kidman. Tanto ella, como Emma, son mujeres que se diferencian del resto, quienes desestructuran los protocolos masculinos y su previsibilidad. Emma mira con repugnancia a los viejos que babean salsa. Tanto Flaubert, como Kubrick, inscriben visualmente la historia y la sociedad en detalles visuales, no la repiten ni la declaman.Mientras tanto (como la Kidman) el ojo de Emma es una cámara que registra y mira en todas las direcciones posibles. La aparición de otros hombres “acelera el corazón”.

La cuestión es que Flaubert trabaja el estilo como una obsesión y ello forma parte de las intenciones éticas y estéticas del realismo, en tanto y en cuanto fidelidad de la materia literaria a la realidad. Pero más allá de esta cuestión programática, nos ha legado una novela para la eternidad. Y un personaje en el que supimos vernos.

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