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“Los gritos del silencio”: periodismo y horror, genocidio y amor

Spoilers

Basada en hechos reales, su título original, The Killing Fields (“los Campos de la Muerte”), surge justamente de la expresión utilizada por Dith Pran, fotógrafo camboyano que escapara del régimen del Khmer Rouge en 1979, para calificar lo que sucedía en su país en aquel momento, luego de haber vivido cuatro años de torturas, hambre y privaciones.

Dith Pran (1942 - 2008) había acompañado en su trabajo, como agente local, al periodista estadounidense del New York Times Sydney Schamberg, durante la guerra en Camboya y hasta la caída de su capital, Phnom Penh, a manos del Partido Comunista de Kampuchea (conocido como el Khmer Rouge -Jemer Rojo-), en 1975.

Schamberg (1934 - 2016), en aquel momento, era un especialista en el sudeste asiático, habiendo cubierto buena parte de los acontecimientos que allí se sucedieron entre 1970 y 1975. Había ganado el premio George Polk a la excelencia periodística en dos ocasiones: 1971 y 1974, y ganaría el premio Pulitzer al Periodismo de Asuntos Internacionales en 1976, premio que dedicaría a su colega y amigo Dith Pran, en ese entonces “desaparecido”.

El filme, que se aproxima a la historia de trabajo periodístico y amistad de estos dos hombres dentro del contexto de lo atroz, se divide básicamente en dos partes, que coinciden a grandes rasgos con sus dos mitades: los años previos al régimen liderado por el tristemente célebre Pol Pot, entre 1973 y 1975 (aunque al comienzo del filme se deja entrever que Schamberg volvía a Camboya luego de una visita a los Estados Unidos y ya conocía a Pran), años en los que se desarrolla la relación laboral y de afecto entre ellos, y los años de Pran en los campos de trabajo y muerte (1975 - 1979), al tiempo que de búsqueda, por parte de Schamberg, de su amigo, desde Nueva York, a través de las organizaciones internacionales de ayuda humanitaria instaladas, básicamente, en la frontera con Tailandia.

Los Jemeres Rojos tomaron definitivamente el poder el 17 de abril de 1975, día en el que ingresaron a la capital de Camboya. Si bien sus prácticas se habían iniciado tiempo atrás en las zonas selváticas, como ensayos, es en ese momento que pusieron en ejecución su plan de transformación de Camboya en una sociedad completamente agraria. Las ciudades habían vivido a costas del campo y eran símbolo de la burguesía y, por ende, de la corrupción de la sociedad; por lo tanto, la población debía dirigirse a la zona rural; se debía volver a la tierra. Es así que pueblos y ciudades se vaciaron a la fuerza, derivando a toda la población a campos de trabajo en los que se construían canales y se cultivaba el arroz (incluso los hospitales se evacuaron de inmediato, sin importar la condición de los pacientes; este momento será uno de los mejor logrados del filme). Cientos de miles de personas, millones, inundaron las calles y rutas caminando hacia ese nuevo mundo a construirse. Mientras tanto, los electrodomésticos se apilaron junto a los vehículos y todo objeto considerado suntuoso, para transformarse en hogueras. Junto con los electrodomésticos, desaparecieron el resto de las posesiones, la religión -y sus grupos-, la concepción de familia, las tradiciones… No hubo lugar para la discrepancia y el rigor fue absoluto.


Era el año 0 (sí, “cero”) -como se lo escucha repetir a Pran en una suerte de cartas mentales hacia su amigo Sydney-, todo lo que representara la época anterior y valores opuestos a los profesados por la ideología jemer -de base marxista-leninista, pero fundamentalmente maoísta- debía suprimirse. Todo el que pudiera salvarse debía ser reeducado; esto se aplicó sobre todo a niños y adolescentes, ya que los adultos difícilmente pudieran lograrlo debido a la corrupción de espíritu e intelecto que ya habían alcanzado, por lo que se transformaron en prescindibles. Las familias fueron separadas: a partir de los siete años, los niños pasaron a integrar las filas del Jemer Rojo, dentro de la organización que todo lo controlaba, a la que se denominaba Angkar Loeu (Organización en las alturas). Esta entidad no se ubicaba en ninguna parte y estaba en todas; era una especie de entidad superior que todo lo sabía y todo lo veía, que no era nadie en particular y era todos los individuos al mismo tiempo. Fue así que se promovió la vigilancia y la delación permanentes. El Angkar decidía sobre la vida y la muerte, sobre las tareas que se debían efectuar, incluso sobre las relaciones sexuales; reguló todos los aspectos de la vida. Su prédica se escuchaba durante toda la jornada laboral; jornada que podía extenderse hasta las 18 horas diarias. Las largas jornadas, la falta de alimentación suficiente y la ausencia de tratamiento médico -por decisión del Angkar- condujeron a la muerte a cientos de miles de personas.


En otro orden, todos los funcionarios del antiguo régimen fueron los primeros en ser castigados, sus familias incluidas; todos los maestros, profesores, estudiantes, intelectuales y profesionales de cualquier especie fueron eliminados -“desaparecieron”, decían los jemeres- debido a los valores burgueses que debían haber incorporado a través del estudio (incluso los lentes fueron símbolo de contaminación; esa gente había leído, lo que la tornaba irrecuperable). El bosque se transformó en el mejor lugar para “desaparecer”; un mazazo fue suficiente, era silencioso; la azada y el pico también fueron útiles a tales efectos y permitieron ahorrar municiones. (En el filme, los disparos funcionan mejor en el fuera de campo para dar a entender lo que se está viviendo).

Camboya se cerró a cal y canto: los extranjeros fueron expulsados, sus embajadas, clausuradas en su mayoría; las comunicaciones con el exterior se suspendieron; las fronteras fueron cerradas, alambradas y minadas. El mundo supo muy poco de lo que sucedía en Camboya durante ese período; así fue hasta que los primeros sobrevivientes huidos cruzaron las fronteras y comenzaron a relatar. Para 1979, se estima que habían muerto 2 millones de personas.

Roland Joffé -proveniente de la televisión, aquí en su debut cinematográfico- maneja con solvencia esta información, dosificándola de buena manera de acuerdo al desarrollo dramático que le impone su historia. No ingresa en detalles, pero deja claro las motivaciones elementales del régimen y sus procedimientos más importantes. Era 1984, todo era muy reciente, el mundo recién comenzaba a conocer el horror. En ese sentido, Los gritos del silencio posee un valor insoslayable. Si bien el cine ha abordado escasamente el genocidio camboyano, este es un dato que poseemos hoy. En aquel momento, Los gritos del silencio resultó un filme pionero, inaugural. A la luz de los acontecimientos posteriores, tanto los cinematográficos como los vinculados a estos crímenes, continúa siendo un filme trascendente y necesario.

Uno de los recursos que emplea Joffé para darnos a conocer los datos de contexto imprescindibles, es el consabido de la prensa informando acerca de los sucesos que importan. Esto nos sitúa de mejor manera frente al drama al que asistimos y le permite acercar noticias, fundamentos históricos, u otros elementos, que en voz de sus personajes resultarían muy forzados. Más allá de tener dos periodistas como protagonistas, este procedimiento de informar utilizando la radio, la televisión y la propia prensa escrita de la que participan nuestros personajes centrales -e incluso secundarios-, es aquí aprovechado de muy buena manera.

Por otra parte, el recurso de los periodistas ubicados en zonas de conflicto, cronistas de guerra ejerciendo su labor desde el lugar de los hechos, fue una apelación frecuente en películas de los años 80. A saber: Círculo de engaños (1981, dir. Volker Schlöndorff, nos ubicaba en El Líbano), El año que vivimos en peligro (1982, dir. Peter Weir, nos situaba en Indonesia) Bajo fuego (1983, dir. Roger Spottiswoode, en Nicaragua), Salvador (1986, dir. Oliver Stone, en El Salvador), Zona de guerra (1987, dir. Nathaniel Gutman, en El Líbano nuevamente), Grito de libertad (1987, dir. Richard Attenborough, en Sudáfrica).

Sin ingresar en valoraciones profundas, se me ocurren algunas ideas al respecto: esto permite acercar los acontecimientos con la mirada propia de ciudadanos de países centrales o países del Primer Mundo, sin el involucramiento y el estudio que requeriría situarse en el lugar de un nacional del lugar de los hechos. De ello también puede desprenderse una mirada crítica, disímil a la oficial de su país de origen, o bien complementaria o “reproductivista” de esta, sobre todo tomando en cuenta que estos filmes surgen de industrias de países muchas veces involucrados de un modo u otro en los hechos -por su condición de potencias mundiales- o que presentan intereses concretos sobre esos lugares. Asimismo, y pensando en el aspecto más comercial de este hecho artístico llamado cine, permite la utilización de “estrellas” internacionales en sus elencos, lo que puede significar un acercamiento mayor del público, mayores ingresos de taquilla, por ende, además de facilitar su distribución internacional (ciertos “gustos” ya han sido impuestos en el mundo entero).

Dentro de las decisiones respetuosas tomadas por la producción de Los gritos del silencio, se encuentra la de haber contado entre sus actores protagónicos con un ciudadano camboyano (más allá de otros personajes menores y una gran cantidad de extras). Esto le otorgó más verosimilitud y autenticidad al producto final. En este caso, Dith Pran es interpretado por Haing S. Ngor, un actor no profesional, quien obtuviera un Oscar, un Globo de Oro y un Bafta (el Oscar británico), entre otros premios, a Mejor Actor de Reparto por esta interpretación. (Fue el segundo Oscar de la historia para un actor no profesional; el primero había sido para Harold Russell, en 1946, por su papel en Lo mejor de nuestra vida, dirigido por William Wyler).


Haing S. Ngor era él mismo un sobreviviente de los campos de lo atroz. En algunos momentos del rodaje, incluso, no pudo tolerar la recreación de ciertas escenas de lo vivido. Al igual que lo hace Dith Pran en el filme, debió ocultar su educación y sus conocimientos de Medicina (ejercía como ginecólogo cuando los jemeres tomaron Phnom Penh) para no ser asesinado -su etnicidad china ya le había ocasionado suficientes problemas frente al régimen-. Inclusive, mientras se encontraba en cautiverio, su esposa embarazada murió producto de una hemorragia durante el parto, y él no intervino para no delatar que era un profesional. Haing S. Ngor murió asesinado en 1996, en Los Ángeles, donde residía como ciudadano estadounidense. Se adjudicó su muerte a una pandilla de ladrones que lo habrían matado por negarse a entregar una de sus pertenencias. Sin embargo, en 2009, el camarada apodado Duch, uno de los líderes del gobierno Jemer, condenado ese año por miles de crímenes, confesó que habían sido ellos quienes decidieron su eliminación, precisamente por el rol desempeñado, como Dith Pran, en Los gritos del silencio. Esto también demostraba el poder que conservó el Khmer Rouge dentro de la sociedad camboyana aun muchos años después de su salida del gobierno.

El personaje de Dith Pran es el de un gran compañero de ruta para Sydney Schamberg (Sam Waterston), un agente local que resuelve todos los problemas de logística y le permite a Schamberg cumplir con su trabajo de la mejor manera y dar lucimiento a sus coberturas, permitiéndole llegar incluso a lugares a los que otros periodistas no lograban acceden. También, cuando la situación empeore para los extranjeros, teniendo en cuenta su dominio de la idiosincrasia camboyana y el manejo del idioma, se encargará de dialogar, mediar, intentar convencer, mendigar clemencia o incluso sobornar a los soldados jemeres. Es un hombre amable, servicial, responsable, solvente, expeditivo, muy solidario, condiciones todas que le granjean el afecto entre todos los periodistas más cercanos a Schamberg. Luego, durante el período en el que permanece detenido, a estos elementos les incorporará una gran perspicacia, un gran detallismo y una capacidad de sobrevivencia realmente encomiables.

Por su parte, Schamberg se presenta como un ser decidido, arrojado, un apasionado por su tarea, bastante egocéntrico y, por momentos, soberbio. Se complementarán de gran forma a nivel profesional, y a nivel personal, generarán un vínculo que trascenderá con creces aquel plano. Schamberg también conocerá a su familia, colaborará en su salida del país antes del cierre de fronteras definitivo y estará pendiente de su situación en Estados Unidos hasta que Pran logre escaparse y regresar.


Su detención generará en Sydney Schamberg un sentimiento de culpa del que posiblemente no tenga retorno. Pran decidió quedarse para estar a su lado y él en ningún momento evaluó seriamente los riesgos que la situación comportaba para su amigo. En ningún momento, tampoco, discutió seriamente la posibilidad de su partida.

El sufrimiento de Schamberg durante los años en que no tiene noticias de su amigo será intenso. Si bien no tiene comparación con lo que Pran está viviendo, es un sufrimiento sincero, honesto, y hará todo lo que esté a su alcance para conocer qué ha sido del destino de aquel. A los efectos del melodrama, Joffé alterna lo que está sucediendo con Pran con la actividad que desarrolla Schamberg en Nueva York. Cuando este recibe una mirada ajena crítica con su actitud en Camboya, esto pesa grandemente en su espíritu. Dedicarle a Pran el premio que recibe a Periodista del Año no será suficiente para aliviar ese peso. A pesar de la autenticidad de su conmoción y tribulación, es necesario decirlo: su sufrimiento es un sufrimiento burgués, un sufrimiento que se vive en la libertad de su país, cómodamente instalado en su sofá, con un control remoto en la mano.

En el cine, no son pocas las oportunidades en que los creadores deciden que, para que el público se sumerja en una experiencia tan terrible y tan extraña como la que representa este tipo de crímenes, el desarrollo de una historia de amor en ese contexto puede ser el mejor vehículo para involucrarlo, haciéndolo partícipe de ella al lograr la identificación con personajes que ven afectado su vínculo, directamente, por todo lo que sucede a su alrededor. Entonces, la historia de amor y sus vicisitudes se entreteje con los hechos más trascendentes, y así fluye y permite al espectador vivir lo atroz mientras vive y sufre con aquella. Esto también permite suavizar el efecto de lo terrible apelando al espectáculo cinematográfico. Mientras tanto, el público es educado en lo que significa ese hecho mucho más complejo y que implica un compromiso humano de mucho mayor proporción.

Roland Joffé también apela a la historia de amor para poder hablar del genocidio camboyano. Pero a diferencia de las tradicionales historias de amor de pareja, apela a una historia de amor fraternal. Dith Pran y Sydney Schamberg llegan a amarse como pueden amarse dos grandes amigos, dos hermanos. Aquí hay un hallazgo. Atreverse a plantearlo en estos términos, como lo hizo Joffé, comporta un valor en sí mismo.

Si bien en el melodrama existe una acentuación de los aspectos sentimentales de la obra y eso es parte de su identidad, en este caso, y a 40 años de su realización, el melodrama se percibe algo excedido -un exceso del exceso, podría decirse-, lo que lo lleva a perder, en parte, su poder de convicción. Tal vez, simplemente, haya perdido efectividad con el paso del tiempo. Pero la construcción de algunos momentos dramáticos o ciertos gestos de sus protagonistas, hoy podrían leerse como rozando la sensiblería y el golpe bajo y se sienten, se perciben innecesarios. Su punto culminante quizá esté dado en la escena del reencuentro de estos dos entrañables amigos, que sucede en las afueras de una de las instalaciones de un campo de refugiados a cargo de la Cruz Roja, en Tailandia, cuando Sydney llega a buscar a Pran, inesperadamente para este, y se funden, llorando, en un abrazo; a su alrededor, varios niños y adolescentes arracimados presenciando la escena y, mientras tanto, desde la banda sonora, suena “Imagine”, la canción-himno de John Lennon. Amor fraterno, anhelo de paz, niños solos producto de la guerra y el genocidio, una frontera entre países, sufrimientos de distinta índole, “Imagine”... parece mucho.


Otro de los puntos flacos de la realización (y repito: esta forma de verlo quizá solo sea producto del transcurrir del tiempo desde su estreno y de la cantidad de imágenes sobre lo atroz en general que hemos acumulado durante estas décadas) es la truculencia de algunos momentos. Del mismo modo que ante el melodrama, se perciben también excesivas e innecesarias una serie de primeros planos de heridas graves, de amputaciones de órganos, de hemorragias, etcétera. Tal vez sea solo mi percepción y haya otros a quienes les resulte pertinente e imprescindible que esto aparezca para que el espectador pueda calibrar a ciencia cierta la magnitud del horror vivido. A veces resulta difícil establecer un límite y no confundir el planteo honesto y directo con un planteo brutal y truculento. En cualquier caso, es el problema de la representación de lo atroz en el cine o en el arte todo, una discusión siempre abierta.

Algo similar sucede con el empleo de algunos clichés y su efectividad: un niño grita y llora angustiado, en soledad, tapándose los oídos, en medio de un bombardeo; primer plano y cierre de la escena con su grito transformándose en un eco que nos traslada hacia otro lugar. Se reitera algo machaconamente la imagen de niños solos, desamparados, vagando por las calles, aturdidos; un lugar común que puede agotarse en sí mismo producto justamente de esa repetición.

Otros clichés funcionan: la Coca-Cola como símbolo del capitalismo y del imperialismo. El Jemer Rojo se enfrenta al poder norteamericano y pretende erradicarlo de su comunidad: los carteles de propaganda del producto yacen destrozados en el suelo, un depósito repleto de la dulce y afamada bebida es bombardeado mientras oficiales estadounidenses brindan instrucciones a sus subordinados locales, intentando que estos continúen la resistencia mientras ellos preparan su salida del país.

Más allá de estos apuntes, Los gritos del silencio continúa enhiesta en sus principios humanistas, en lo loable de su planteo conmovedor, en su personalidad, en su Nessun dorma -el aria de la ópera Turandot- enmarcando el clímax dramático-emocional de la obra (luego, el cine lo utilizará reiteradamente) mientras observamos imágenes de los bombardeos estadounidenses sobre Camboya mezclado con el sufrimiento culposo de Schamberg; justamente, permanece enhiesta en la crítica contundente a la política exterior estadounidense (también responsable en parte de todo aquello por su involucramiento directo en la Guerra de Vietnam y sus incursiones sobre este país vecino), en su asunción de riesgos, en su autenticidad a prueba de gustos personales. La grandeza y complejidad de lo humano se perciben en ella, su faceta más mezquina y miserable y su rostro más generoso y altruista. Todavía conserva su brío y se sostiene poderosa. Su experiencia resulta tanto desgarradora como virtuosa y estimulante. Nos acerca y somete a uno de los delirios ideológicos más escalofriantes del siglo XX con la certeza de que la condición humana posee los recursos necesarios para no continuar regodeándose en el fango.

* * * * *

Ficha técnica

Título original: The Killing Fields

Reino Unido, 1984, 141 min.

Dirección: Roland Joffé

Producción: David Puttnam

Guion: Bruce Robinson

Fotografía: Chris Menges

Edición: Jim Clark

Música: Mike Oldfield

Elenco: Sam Waterston (Sydney Schanberg), Haing S. Ngor (Dith Pran), John Malkovich (Al Rockoff), Julian Sands (Jon Swain)

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