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La adaptación en el cine como punto de inflexión

Desde que el cine comenzó a consolidarse como séptimo arte y hasta la actualidad, ha existido una multiplicidad de discursos que abordaron su entrañable, pero conflictiva a la vez, relación con la literatura. Si bien los mecanismos de abordaje fueron múltiples, en todos ellos se cruza inexorablemente un concepto que funciona como puente y genera a la vez un amplio abanico de posibilidades teóricas que recién en el presente comienzan a iluminarse. Se trata de la noción de adaptación y con ella todos los mecanismos que entran en juego en la transposición de un texto literario a una película.

Que la adaptación es una operación cotidiana que reclama una opción metodológica capaz de analizar y sistematizar sus variantes lo demuestra el altísimo porcentaje de films basados en textos literarios, a tal punto que, sin exagerar, de no existir estos nos privaríamos de ver poco menos de la mitad de las películas realizadas a lo largo de la historia de esta disciplina. Confirma lo anterior, un dato que, a pesar de vincularse con la actividad de la industria, lo refleja claramente: el 85% de los films que han recibido el óscar a la mejor película son adaptaciones.

Adaptar implica una amplia gama de opciones estéticas e ideológicas y si bien los motivos responden a variados intereses, podemos tomarnos la libertad de ordenarlos en tres direcciones que consideramos relevantes a la hora de buscar una posibilidad de análisis sistemático frente a tan heterogéneo campo de estudio.

La primera variante se podría expresar de la siguiente manera: se adapta para ser fiel al texto. La misma se relaciona con una necesidad primaria del cine que desde sus orígenes comenzó a crecer indefinidamente y que consiste en llevar los libros a la pantalla para aprovechar el riquísimo caudal de historias que la literatura atesoraba desde hacía siglos, procedimiento que supieron ver los formalistas rusos en sus escritos teóricos sobre el cine. Nos dice al respecto el siempre vigente Eikhenbaum: “Los hechos son los siguientes: toda la literatura desfila poco a poco ante la cámara.”En esta voluntad de fidelidad al texto, la obra cinematográfica funciona como agente de difusión cultural a través de la cual se invita a los espectadores a leer determinado libro, ya sea por interés o para corroborar en qué medida el director respeta los elementos del texto literario. El prestigioso director japonés Akira Kurosawa nos decía a propósito de su adaptación de El idiota (1951) de Dostoievski: Tomo un texto que me gusta, y trato de representarlo, de modo tal de respetar su valor “literario”.

Esto nos lleva a pensar en un problema que subyace a esta opción, a saber, el terreno que cede el lenguaje cinematográfico a la literatura, el potencial de expresión que pierde ante una obsesión que, en frecuentes casos, termina con películas extraviadas en su propia imposibilidad. Son ejemplos de ello, las diez horas dedicadas por Eric von Stroheim a Avaricia (1923) para adaptar la novela Mc Teaguede Frank Norris, o el menos afortunado Hamlet (1997) de cuatro horas dirigido por Kenneth Branagh.

La segunda variante es la que concibe el proceso de adaptación para capturar lo que podríamos denominar el espíritu de un texto, cierta atmósfera. Sin necesidad de reproducir en la pantalla la misma historia se buscaría recuperar un núcleo de sentido, una experiencia de lectura, que es lo que lleva a cabo, por citar un ejemplo, el canadiense David Cronenberg cuando adapta Almuerzo desnudo (1991) de William Burroughs o Crash (1996) de James Ballard. Si bien en estos casos, el cine se ubica en un espacio construido por la literatura, el reconocimiento de sus propias limitaciones al trasladar un texto literario a sus propios códigos permite que el director se maneje con mayor soltura.

A propósito de la adaptación que realizó Ricardo Piglia de El astillero de Juan Carlos Onetti, nos dice al respecto: “Creo que si la adaptación es fiel al espíritu de la novela se puede trabajar con mucha libertad”. Postura que nos lleva a pensar que en realidad todo texto puede ser llevado a la pantalla y de hecho contamos con tentativas muy interesantes como por ejemplo El castillo (1997) de Michael Haneke que recupera la experiencia de angustia de la obra de Kafka. De todas maneras, lo que aparece como algo ineludible a la hora de vincular dos prácticas distintas en la manera de contar - rasgo que al mismo tiempo las emparenta - es la habilidad de los adaptadores por comprender que el cine tiene sus propias reglas. En Pasiones del celuloide, José Pablo Feinmann parte de una anécdota a raíz de la posibilidad de llevar a la pantalla cuentos de Borges y en un coloquio expresa: “Lo primero que hay que hacer para adaptar a Borges al cine es clavarle un puñal en la espalda.”

El problema surge cuando se piensa la adaptación en términos de fidelidad o de superioridad por parte del libro. Tal vez el único modo de pensar las relaciones entre la literatura y el cine sea despojándolos de jerarquías. En relación a esto último-y en un extremo del arco de transgresiones-se encuentra la particular adaptación del Quijote que hace el director español Albert Serra en Honor de cavallería (2006), película radical que despoja todo el engranaje narrativo de la novela de Cervantes y propone un acercamiento al mundo del barroco desde un lugar diletante, a partir de la más absoluta contemplación. Los diálogos, las aventuras y la galería de personaje son suprimidos en la versión cinematográfica, reemplazados por tan solo dos hombres perdidos en los campos. El tiempo del siglo XVII se materializa y se incrusta problemáticamente en el tiempo de los espectadoresdel siglo XXI. Por ello, en la mayoría de los casos, produjo una fractura expuesta entre expectativas y respuestas de la gente: silbidos, quejas en las salas y hasta pedidos de devolución de entradas. Como bien afirma el crítico Roger Koza: “Lo que parece decirnos Serra desde su provocación es que no se trata de ver si hay argumentos literarios interesantes que pueden convertirse en argumentos cinematográficos igualmente interesantes. Lo que debe plantearse es si existen maneras de tomar argumentos literarios que pueden convertirse en formas cinematográficas.” En todo caso, la película intenta responder a la pregunta ¿por qué puede pensarse que el Quijote es inviable para hacer una película que no sea mera ilustración de momentos del texto literario? Para Serra (aunque nos despierte instintos asesinos), la transposición obliga a un desmontaje y reconstrucción, nunca a analogías de traspaso.

También es muy interesante para pensar en las relaciones entre el cine y la literatura. ¿Cómo evitar que una película se convierta en una ilustración, un vano remedo de una obra teatral? Tomemos por ejemplo los diálogos. En el cine representan un elemento material como cualquier otro. Se pueden reemplazar apelando a otros recursos sonoros: canciones, sonidos naturales, etc. Es lo que logra Grigori Kozintsev en la notable adaptación de Hamlet (1964): construir una armonía musical entre elementos visuales y sonoros del filme, reemplazar los largos parlamentos (esa zona tan temida para un cineasta) y los sentimientos por paisajes tormentosos. De este modo puede equilibrar la voz en off y sustituirla con herramientas cinematográficas. Y de este modo legitima al cine como arte.

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