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Algunas claves sobre la poética de Hong Sang-soo.

Hace tiempo que el cine surcoreano se presenta como una de las zonas más estimulantes del mapa cinematográfico del presente. Además de generar gran cantidad de películas enmarcadas en diversos géneros y en la mixtura de los mismos, también se destaca en cómo sacar provecho inteligente a las nuevas formas de producción sin perder calidad ni público. Esto último puede convivir perfectamente con la noción de autores, con una obra y una visión del mundo muy personales.Entre ellos, Hong Sang-soo, prolífico realizador, más asociado a los circuitos de festivales, que nació en 1960 y desarrolló una carrera que se transformó en una especie de movimiento que no cesa. Aquí van algunas claves para navegar por sus aguas.

En principio, debemos decir que sus personajes pertenecen generalmente a una clase media vinculada a las artes y en especial al mundo del cine y suelen irrumpir en los primeros encuadres como si surgieran de la nada. No faltará demasiado para que Hong los ponga en relación con un otro/otra. En La cámara de Claire (2017), por ejemplo, una maestra con una cámara, visita Cannes y encuentra casualmente a Manhee, asistenta de ventas cinematográficas a quien echaron tras dormir una noche con un director. Juntas, buscan entender las circunstancias del despido y, en el proceso, desarrollan nuevas perspectivas sobre la vida. Es decir, la piedra angular de las historias está puesta sobre el registro conversacional despojado de psicologismo, donde todo parece estar supeditado a la inmediatez. Ahora bien, siempre aquello que precede a un diálogo está signado por la incomodidad, muchas veces proveniente del infantilismo masculino. En un momento, se produce una charla entre un hombre y Claire en un juego de cercanía/distancia, donde la cosa parece no arrancar nunca, más allá de una presentación forzada. Mientras avanza la conversación los silencios, incluso, parecen decir más que las palabras, hasta que logran soltarse (sobre todo él). ¿Cuál es la sustancia de la conversación? Siempre queda fuera de campo.

Lo singular de Hong es hacer parecer simple lo complejo. Y Claire, dentro del juego de las autorreferencias, es como Hong: filma, junta personajes, une hechos (en tiempo y en espacio), en definitiva, arma el relato, pero siempre con un margen para lo imprevisible. Es la que cataliza, la que da forma desde afuera al triángulo de los personajes coreanos para que exploren sus actitudes.

Otro punto clave de su poética es una impronta literaria/teatral en función de estructurar los relatos por secuencias o capítulos. Y se advierte también en la manera en que ubica el punto de vista de la cámara, como si lo hiciera desde la platea. Primero están los espacios y luego llegan las criaturas (no sabemos de dónde exactamente y menos de su pasado salvo algunos indicios que servirán para el presente, que es el tiempo privilegiado, eterno e inaprensible a la vez). Por último, también quedan los espacios. Y estos suelen ser habitáculos cerrados, opresivos, despojados en la mayoría de los casos, cuando no son lugares de tránsito (una casa en la playa, un hotel). Los cuerpos cobran relevancia en medio de ese minimalismo arquitectónico. Por ejemplo, en el comienzo de Un cuento de cine (2005), los personajes aparecen, la cámara los identifica como si fuera a buscarlos. Para ello, utiliza la técnica del zoom, tan recurrente, un ejercicio de marca, de selección de sus criaturas.También, para mantener la ilusión de que podemos ingresar a la interioridad de los personajes, cuestión de la que no se encarga el director, más preocupado por sugerir un estado psicológico/emocional que por demostrarlo. Los personajes transitan el mundo mientras alguien los escribe, los mira y los filma. De allí la idea de omnisciencia de un observador que puede salir del cielo o de algún lugar en especial. Y va armando el relato, junta a sus seres y sus decisiones, arbitrarias o gobernadas por un destino que no llegamos a comprender. En un momento, el protagonista refiere: “Hice un desvío para evitar ir con mi hermano” y ese desvío, como concepto, es decisivo no solo en el cine de Hong sino en el cine contemporáneo. La cuestión de desvíos que inauguran otras tramas y otros encuentros, muchos de ellos fortuitos. Y en el cine del director surcoreano este es un aspecto fundamental que, incluso, lo conecta con la literatura de Murakami, un escritor que ha sabido transitar senderos parecidos en su narrativa. En Kafka en la orilla (2002), un personaje sostiene la idea de que mientras los seres humanos sueñan, sus almas se escapan y se encuentran en algún que otro lugar. Algo similar sucede en Hong: sus personajes se encuentran, no sabemos bien por qué, y poco sabemos de su pasado, como si todo funcionara producto del azar. Aquí la historia comienza a partir de un reencuentro.

En el cine de Hong Sang-soo hay rituales recurrentes: la comida, el sexo y el alcohol. Cuando se activan, comienzan los problemas, las preguntas incómodas. Esa es la rutina existencial de los personajes, en tránsito permanente: directores con problemas para filmar, jóvenes que no se atreven a expresar lo que sienten o se emborrachan para poner en evidencia un infantilismo que los atraviesa frente al sexo femenino. Son los hombres sin mujeres de Murakami, también. Ellas son las que dan la iniciativa. En estos desencuentros los hombres se muestran narcisistas y desesperados por no conocer lo que siente una mujer. De ahí la cantidad de desfases, desacoples y contradicciones en el desencuentro entre los sexos. El tema del alcohol es relevante. Es lo que desata el nudo de los actos cotidianos y devela lo triangular de las relaciones, con amantes, amores pasados, amores compartidos, sexo casual, tal como se advierte, por citar un caso, en El día que el cerdo cayó al pozo (1996). Es otra forma de desacople. Y esa insatisfacción los lleva, incluso, a la pulsión de muerte y se nota en la forma en que los amantes se lastiman, se laceran (hay algo bergmaniano en el asunto). Las escenas de sexo, en cambio, se muestran frontalmente, a veces con crudeza. Es el verdadero lugar de encuentro, el momento en que se resuelve la tensión entre hombres y mujeres, pero que, para asombro de los personajes masculinos, no cierra la narración, ni siquiera les consuela de su frustración, ni les cura de su obsesión. El sexo siempre es con interferencias, mostrado en un sentido medieval, como una lucha. No tiene tanto que ver con el goce sino con las torpezas verbales y físicas de los hombres, incapaces de proporcionar placer a la mujer. Impulsivos, apurados. También, como en Murakami, las mujeres ceden a esa forma de ilusión masculina.

Por último, el deseo de los hombres por una misma mujer parece una secreta competencia y las relaciones amorosas desembocan en su misma imposibilidad. Como bien sostuvo un crítico en comparación con otros dos referentes orientales, “Si Tsai Ming Liang es el cineasta de la soledad, del no encuentro y Wong Kar Wai el de la estetización de esta soledad, Hong podría ser el cineasta del mal-encuentro.”

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