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Perfect days: un perfecto retrato sobre la imperfección

“Ahora es ahora. La próxima vez, será la próxima vez.”

Hirayama, Perfect Days

Con el antecedente que sufrí de “All of us strangers”, temí mucho por las recomendaciones sobre Perfect Days, la última película de Wim Wenders. Temía que fuera otro caso de reconocimiento al por mayor, y volver a enojarme con el mundo al no comprender yo que se le está pidiendo a las películas. Empecé a desconfiar mucho de los gustos de mi entorno, o quizás empecé a desconfiar de mis propios gustos. Sin embargo, las recomendaciones llegaron de tantos lugares variados, que ayer decidí superar el trauma de la película anterior, y fui al cine.

Hoy basé toda mi sesión de terapia en la película. Además de volverse mi análisis, mis impresiones y las emociones sobre la misma un inesperado espejo sobre mí, se volvíó la película un motivo de intercambio, discusión, encuentro. Un espacio de comunión no con amistades, pareja o familia. Con mi psicóloga. Con una desconocida.

Lo comparto porque creo que si una obra de arte consigue filtrarse en la intimidad de alguien (por más que el único sujeto de estudio de esta hipótesis sea yo mismo) y volverse inevitable en sus conversaciones, sus pensamientos y reflexiones, la obra habrá triunfado. Aunque no nos haya convencido del todo algo de la película, la serie, la obra de teatro, el libro o la pintura. Aunque hubiera algún detalle que nosotros quisiéramos modificarle o hasta que no creyéramos conveniente para el propósito de la obra. Nosotros, simples espectadores, lectores, consumidores, jactándonos de tener la solución para mejorarla. “Sí, es muy buena, pero creo que en el final me faltó emoción” “Fascinante. Lento el principio, casi abandono, pero después levanta y no pude parar de leer” “La obra excelente, pero no sé si el actor era el adecuado”. Esta misma nota o cualquier otra que haya hecho viene de esa hipocresía. No comprendo de donde surge esa suerte de derecho adquirido que tengo y tenemos todos, cada cual desde su lugar y a su manera, de poder opinar del trabajo de otro del cuál no participamos más que como espectadores. Sí es verdad que el hecho de haber pagado (y no siempre pagamos) por el servicio de entrar a un museo, a un cine, o a un teatro, pareciera otorgarnos entonces el poder de opinar. Como si uno pagara un alfajor y le viniera con el dulce de leche seco o vencido. O comprara una hamburguesa y le viniera con una punta quemada. Tendríamos el derecho al consumidor de acercarnos al local y reclamar un cambio. O simplemente quejarnos. O elegir no volver a comprar en el lugar y destrozarlo en las redes. Pareciera que la industria cultural ha masticado a la obra de arte y la ha convertido (la hemos convertido) en un producto más de consumo. ¿Está mal eso? ¿Dependerá quizás de la forma en que hacemos uso como consumidores de ese derecho? En si somos respetuosos con el artista, si analizamos el contexto de la obra, si nos tomamos algo del trabajo que se tomó el artista para discutir contra su obra. Hay entonces obras que por distintos motivos sacan de la pasividad al espectador y lo vuelven un elemento más de la totalidad de la obra. Entonces aquello que comenzó con un intercambio de ideas, con un guion, termina un año después rebotando de boca en boca durante días en los bares de alguna ciudad o pueblo, siendo discutido, defendido, destruido, desafiado, compartido. Lo que consideramos bueno, lo que consideramos excelente, lo que consideramos malo.

Es posible que uno de los mayores logros de la obra de arte, sea conseguir que sus espectadores terminen hablando sobre aquello de lo que la obra pretendía hablar solapadamente. Sin apoyarse sobre lo obvio, que no trate de incapaz al espectador, o que no se regodee sobre su propia técnica y recursos. Que el espectador a través de la obra sienta que desmanteló un secreto y que, con orgullo, pueda y quiera compartirlo con los demás. Que esa obra sea un lugar de encuentro, aunque dicho encuentro sea a través de una discusión.

¿Por qué digo todo esto? Porque de alguna manera, el mayor logro de esta película es que habla de todo aquello que atraviesa nuestros días como personas en la tierra y en este presente. Sin obviedad argumental y sin subrayar en sus diálogos el tema o los conflictos del personaje, consigue hablar de cuestiones universales. Habla sobre nuestras expectativas, nuestras reglas, nuestra manera de vincularnos, como podemos y como elegimos tomarnos las cosas. Habla sobre mucho más que ni mis caracteres ni mi intelecto alcanzarán a retratar. Perfect days relativiza y vuelve humana la absurda idea de la perfección, y destruyéndola, pareciera conseguir definirla.

La película

Hirayama, un trabajador de la limpieza de los baños de Tokyo, lleva la rutina de sus días con dedicación, disciplina, amor hacia las plantas, y por sobre todo, con mucha alegría. Pese a los distintos imprevistos que le pondrá la vida y una concreta visita de su pasado que hará temblar sus cimientos, intentará seguir adelante.

Aunque en otros escenarios que fuera tan corto el argumento de la película, la descripción de su trama o un resumen posible sería un probable síntoma de alguna falla en el relato, aquí no es el caso. La cadencia de la narración y su propia estructura, además de ser una elección de su realizador (y como tal sería suficiente justificación), es fundamental inclusive para el propósito de la película. Lejos de ser sencillamente un capricho, es aquello que sostiene al relato. La percepción del paso del tiempo es uno de los elementos sustanciales de la manera de vivir la vida del protagonista, y es también un elemento clave de la reflexión a la que la película invita. ¿Cómo percibimos nuestros días y el paso de las horas? Wim Wenders y Takuma Takasaki, ambos autores del guión, organizaron el relato sobre la repetición de los días, respetando el orden que dispone Hirayama desde que se levanta hasta que se duerme y sueña. Dicha organización en la que Hirayama inclusive repite el gesto y la sonrisa con que le da la bienvenida a su día laboral, es lejos de una decisión estética, un fundamento temático de la película. Su disciplina lo impulsa, lo ordena, le permite estar lo más liviano posible, y ver todos aquellos detalles que no se alcanzan a ver en la velocidad que se mueve el resto del mundo. Es un hombre de pocas palabras, y pareciera no necesitarlas. Pareciera incluso elegir no hablar. Vincularse lo justo y necesario, pero siempre educado, regalando una sonrisa a quienes acostumbra a cruzarse en su rutina y a quienes entran y salen de los baños que limpia. Elige cuidarse a sí mismo con la misma dedicación con la que cuida todas las mañana sus bonsais. Aunque no respeten su trabajo al hacerlo retirarse del baño que estaba limpiando porque necesitan usarlo, o aunque gente de otra clase social no le agradezca su innegable amabilidad. Él se protege, se cuida todo el tiempo, y pareciera que para él sonreír no requiere esfuerzo.

Un paseo entre Hirayama y su sobrina que lejos está de su sagrada rutina.

No hay que olvidar que Wim Wenders, pese a retratar a la perfección aspectos de la cultura japonesa como si se hubiera criado allí y pese a hacer que esta ficción se sienta como un íntimo documental, no es oriental. Es una obviedad, desde ya, pero lejos está de ser aquello un problema. Inclusive creo que potencia la inmensa reflexión de la película al también abrir la pregunta para sus espectadores occidentales de qué es lo que aprecian del estilo de vida de Hirayama. Qué sienten, qué proyectan, le envidian o hasta qué les parece tedioso. Hoy día, quizás resultado de un mundo deteriorado en muchos sentidos y a la vez gracias a la globalización de la información, los occidentales han estado revisando la cultura oriental, se han servido de partes de ella, la han reinterpretado y puesto inclusive en práctica para aprender a sobrellevar de otra manera las dificultades de la actualidad. Intentar vivir más lento, en paz, repensarse, tomar distancia de la propia cultura. Inclusive se han colonizado muchas de esas teorías y la han reconvertido en prácticas occidentales con nombres en inglés y técnicas para darse golpecillos en la frente o pisar descalzo el césped al grito de “¡Soy lo que soy! ¡Soy libre!”.

Por eso el retrato documental y en apariencia objetivo que construye la película, igualmente es sincero con ser al fin y al cabo resultado de una mirada occidental, a sabiendas de que mucho de su público también lo será. El espectador podría terminar la película aplaudiendo las bellezas de la vida, atento al valor de la naturaleza y el poder transformador de los detalles, disfrutando desde sus butacas que un hombre que aparentemente está muy debajo de la pirámide social, que limpia la suciedad de otros, puede ser el más feliz de todos por vivir su vida con amor. Que el espectador se vaya pensando incluso que el que no es feliz, es porque no tiene ganas, no importa su clase social. Pero esta película habla de la disciplina del cuidado de uno mismo, no como una garantía absoluta de ese equilibrio postmoderno que tanto se idiolatra, sino de una disciplina para estar fuerte en la vida. Vida que, como al personaje, le presenta complicaciones laborales, visita de familiares con los que no estaba listo para volver a verse, que trae fantasmas del pasado. Todo ese menjunje, ese collage, es la vida. La perfección no pareciera estar en el balance, sino en estar fuerte para el desbalance y aceptarlo. Esa perfección está en que siempre puede haber situaciones que nos desafían y nos arrebatan la energía, siempre arrastraremos conflictos sin resolver hasta que los podamos atravesar, pero estar listos y fuertes para el movimiento nos hará más felices. Siempre todo estará en movimiento. La felicidad estará en la tristeza, en la tristeza habrá enojo y risa, en un chiste hay lágrimas, y por seguir hacia delante el miedo nos hará gritar sonriendo con una lágrima que cae de la cara. Todo es parte de esa misma vida, y la película lo condensa de una manera preciosa en la última escena. Los días perfectos son aquellos en los que él hace un esfuerzo por mantener su alegría pese a lo que trae consigo de un pasado que en la película se sugiere con elegancia y sutileza; los días perfectos son aquellos en los que puede mantener a rajatabla su rutina y terminar recostado con felicidad, pero también son aquellos en los que las desventuras lo obligan a cambiar de rumbo; los días perfectos son parte de su disciplina, pero también resultan de la pérdida del control. Hirayama hace lo posible por ser feliz, trabaja por ser feliz aunque todo pareciera indicar que viene de otro mundo donde en verdad no tendría preocupaciones económicas. El eligió irse a ese rincón de Tokyo y trabajar en lo que trabaja, y en ese revuelo que resultó de un pasado que desconocemos como espectadores (aunque sospechamos), probablemente luego de una enorme crisis, Hirayama elige hacerse fuerte y vivir la vida de la mejor manera posible: pase lo que pase, se permite que existan momentos para ser feliz. Y como le dice a su sobrina en un momento de la película “Ahora es ahora, la próxima vez, será la próxima vez”. El secreto pareciera estar en ocuparse del presente.

Kishotenketsu

Un dato curioso acerca de la narrativa occidental, es que suele pensarse en una estructura de tres actos que a su vez condensa una especie de cosmovisión más bien dicotómica. Hay una fuerza y otra fuerza que se le opone a la primera. Desde el bien y el mal, el héroe y el antagonista, a un conflicto interno que tiene que ser superado en la realidad y debiera implicar un cambio objetivo. En cambio, la narrativa oriental plantea la posibilidad del relato contemplativo en donde el sujeto aprende algo a través de la contemplación que le traerá una nueva enseñanza a su mismo punto de partida. Es una estructura de cuatro actos, que en resumidas cuentas, lleva a su protagonista a una reconciliación. Con el mundo, consigo mismo. No existe el conflicto.

Pese a haber hecho un extremo resumen acerca de un apasionante concepto narrativo que les sugiero investigar, deseo relacionar esta estructura narrativa con Perfect days. Es através de honrar este tipo de relato, que sus guionistas y realizador, encuentran la mejor versión para contar la película. Hirayama no descubre la felicidad ni nosotros descubriremos la felicidad junto a él. Percibiremos como testigos de sus días, que de alguna manera, los días perfectos son el resultado de un dedicado y arduo trabajo: el de hacer lo que se puede, con lo que se es y se tiene.

Un fiel retrato de la filosofía japonesa en la importancia de la contemplación de la naturaleza.

Perfect days puede pecar de extensa en su duración y de compartir la experiencia de la rutina con algunos días que, más que necesarios para su propósito, podrían atentar contra la paciencia del espectador. Sin embargo, es tal el logro de su delicado tratamiento, de la justa interpretación de su protagonista Koji Yakusho, de no caer en el lugar común de ponerle peso al pasado que lo trajo hasta ahí o de sobrexplicar a través de líneas de diálogo los conflictos que lo atraviesan, que es una película que supo atravesar las distancias que podría haber tenido con un espectador moderno. Con la velocidad que demanda, con la necesidad de que le definan un género, con la urgencia cotidiana que le pide a sus series que lo vuelvan adicto. Es una película que vuelve a trasladar el cine a las casas lejos de la ansiedad y el resultadismo de las plataformas. Lleva el diálogo a la mesa, y consigue alejar las emociones de las palabras y el racionalismo.

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