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A cincuenta años de El Exorcista - El último viaje a Georgetown

El último viaje a Georgetown

A cincuenta años de “El Exorcista”

por Gastón Siriczman

Historias de terror del cine: así fue el rodaje de El Exorcista | Tomatazos

Me gustaría empezar diciendo que mantengo el ritual de ver El Exorcista al menos una vez por año. Lo cierto es que no tengo esa disciplina. Sí pudo decir que es una película que vi al menos unas quince veces, una de ellas en el cine cuando se reestrenó en el 2001. De esa oportunidad conseguí un póster que hice enmarcar y que tengo colgado detrás del monitor en el que estoy escribiendo estas líneas.

Pero este no es un año más, ya que un día después de Navidad, la película de William Friedkin cumplirá cincuenta años. Estamos hablando de una ocasión especial, tan especial como para ser celebrada con un ritual que esté a la altura. Ayer, cerca de la medianoche (en mi barrio a esa hora solo se escucha el viento y algunas aves nocturnas) apagué todas las luces de la casa, silencié el teléfono, configuré el volumen del TV un poco más alto que lo habitual y le di play al reproductor de HBO Max. A continuación, comparto con ustedes la crónica de mi último viaje a Georgetown.

El Exorcista Rodaje

Sabía que a una película como El Exorcista tenía que verla haciendo un ejercicio de equilibrio entre el momento de su estreno y el presente. Disociando un ojo, como si fuera de un espectador de los setenta, y el otro con plena conciencia de todo el bagaje del cine de terror que se construyó desde entonces. A medida que la trama de Regan, su madre y el padre Karras avanzaba no dejaba de preguntarme: ¿Cuáles son los méritos de una película para seguir impactando en los espectadores tanto tiempo después?

La primera conclusión a la que llego es que sin lugar a dudas estamos en presencia de un film clásico y muy sólido, que no solo resiste el paso del tiempo, sino que sale fortalecido en cada revisión. Tanto es así que, aun sabiendo de memoria la sucesión de los planos y muchos de los diálogos, todavía me sorprenden recursos, guiños y sutilezas que se me habían escapado hasta ahora. Baste un ejemplo: me encantó descubrir que Friedkin nos da indicios, a partir de unos niños disfrazados que cruzan fugazmente en cuadro, que los primeros signos de posesión de la niña comienzan en Halloween. También ese momento coincide con la primera vez que la protagonista ve al padre Karras a lo lejos, todo esto mientras descubrimos la melodía que será el leit motiv del film.

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La segunda conclusión es que no dejo de comprobar el carácter inaugural de muchos de sus hallazgos temáticos y formales. El Cine de Terror, así, con mayúsculas, ya no sería el mismo después de El Exorcista. Películas como esta se terminaron transformando en hitos tallados en la historia que, sin proponérselo, se convirtieron en un espejo en el que las producciones del género se tuvieron y se tienen que confrontar. Luego de su estreno, el Terror atravesó un punto de no retorno. A partir de 1973 el resto de las producciones tendrían un nuevo metro patrón, un nuevo paradigma que hizo tambalear a una industria que le había apostado en contra, dejándole apenas una veintena de salas para su lanzamiento.

La tercera conclusión está relacionada al carácter revolucionario de una película que se atrevió a romper con cuanto tabú se le puso en frente. El diablo dejó de ser una máscara de látex o un personaje mefistofélico de capa negra y rostro pálido para tomar la forma de una niña que era capaz de clavarse una cruz en la vagina. La industria conservadora de Hollywood, que hasta poco antes se autocensuraba llegando a límites ridículos, acusó el golpe y tuvo que reinventar sus cánones, ya que los viejos habían sido demolidos. Es cierto que esa bocanada de libertad no provenía de un replanteo ético, sino del descubrimiento de que la transgresión era un negocio económico extraordinario.

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Conclusión final. El Exorcista es mucho más que una historia sobre una niña poseída. Es una película de los contrastes y de las tensiones que existían en los años setenta y que no solo siguen vigentes, sino que parecen haberse exacerbado. Son esas tensiones las que nos atraviesan y que parecen ser vertebrales a la condición humana. Cito apenas los más importantes a mi criterio, pero cada uno puede armar su propio juego de pares en conflicto. El duelo entre la ciencia y la religión es tal vez el más evidente y se manifiesta innegablemente en la figura del padre Karras, que es a la vez un hombre de ciencia y un representante de Dios, y en ambos roles tiene sus fisuras. La transición entre la niñez y la pubertad en una sociedad puritana puede llegar a tener el rostro del diablo, y la pequeña Regan lo experimenta en carne propia. Algo más sutil es la tensión que se crea entre lo real y lo ficticio. La realidad y la ficción entran en una puja de fuerzas desde que la acción se traslada a Washington. Allí veremos tangencialmente el mundo del cine, se hablará de películas, aparecerá un amigo imaginario de la niña, y al final, por supuesto, seremos testigos de la gran puesta en escena: el exorcismo con toda su ritualidad. Podría seguir con otros conceptos, esta vez en lo formal, que se polarizan y tensionan, como lo mostrado y lo no mostrado, como los sonidos naturales y el choque con los distorsionados, como el permanente juego entre luces y sombras. El etcétera parece ser infinito.

El cine de terror actual pasa por un momento paradojal. Se produce mucho, se construyen sagas, surgen personajes nuevos de la oscuridad, pero la gran mayoría de esas producciones pasan por nuestras retinas sin dejar huella. Las películas se mimetizan unas con otras, se plagian, se repiten, abusan de recursos genuinos del género hasta volverlos una caricatura. El resultado son horas y horas de films que finalmente serán devoradas por la confusión o el olvido. En ese panorama, en el que no faltan maravillosas excepciones, El Exorcista se sigue destacando como una silueta que se recorta desde hace cincuenta años sobre la luz que sale desde esa ventana del segundo piso de una coqueta casa de Georgetown.

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