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LA BALLENA: ¿arte o terapia?

¿Por qué La ballena tuvo tanto éxito? ¿Por qué, si me generó rechazo e indiferencia, al final me hizo llorar?

Brendan Fraser

Charli es un profesor de escritura que se avergüenza de su obesidad, su hija lo odia y él, que sabe que va a morir pronto, busca reconciliarse. Está deprimido porque su novio, por quien abandonó a la hija, murió. La hija, que acepta verlo para que él la ayude con una tarea escolar, y le dé dinero, está explícitamente muy enojada. Él tiene un dinero para ella, pero en el fondo ella no necesita dinero, lo necesita a él. ¿Por qué Charli no quiere ir al hospital? No voy a hospitales, dice, como si fuera un principio moral. Todo ese amor que siente por la hija ¿no es suficiente motivación para al menos intentar salvar su vida? ¿Es realmente tan ingenuo como para creer que esos 150 mil dólares que pretende dejar a la niña son más importantes que la posibilidad de que ella tenga a su padre vivo? ¿Por qué no va al hospital? ¿Le avergüenza su cuerpo al punto de entregar su vida por eso? No lo sabemos. Si bien en la película todo tiene una explicación —y todo es explicado, desde el inicio y varias veces a través de diálogos expositivos que dan cuenta de la historia de los personajes—, la razón por la que el protagonista no quiere ir al hospital no se menciona; es un punto ciego, una arbitrariedad sobre la que se articula el relato, un axioma que la narración necesita para funcionar.

Si Charli fuera al hospital, la urgencia que justifica el despliegue de la película desaparecería. La película necesita que su personaje no tenga salvación, para que, con la presión generada por la inminencia de la muerte, la tensión dramática crezca, y la redención y la reconciliación tengan que apurarse. La ballena es una película apurada, en la que todo está orquestado para que el espectador camine por el atajo de 110 minutos hasta el llanto final. El verdadero problema de La ballena no es temático ni narrativo, es estético, es perceptivo. El problema no es su efecto, sino su efectismo, la linealidad extrema con que la narración nos fuerza a caminar por un sendero híper estrecho; el problema no es la reconciliación, sino el modo en que el recorrido de los personajes es simplificado para que la meta de la reconciliación sea alcanzada, gloriosamente, al final de la película: el problema no es el resentimiento de la hija, el problema es que el personaje de la hija se vuelve una caricatura de resentimiento, de dureza; caricatura de dureza necesaria para que, después de varias vueltas, entendamos que ella se ablanda —por el inicio, lo excesivo y diría “absurdo” de la demanda de la hija para que él se levante del sillón sin ayuda y camine hacia ella, lo absurdo de que él le haga caso y lo intente, podemos decir “lo infantil” de la situación, todo eso sirve para que al final los personajes, como si fueran títeres de un melodrama, puedan desplegar esa coreografía precisa de redención, reconciliación, ascensión.


Tal vez, más que de experiencia estética, aquí podamos hablar de proceso terapéutico. ¿Será que muchas películas, muchas ficciones narrativas, son usadas como proceso terapéutico? El arte narrativo clásico (llamémosle clásico, o aristotélico), más que un arte sería una terapia; busca llevar al espectador a la catarsis, al reconocimiento curativo, a la lágrima que alivia la tensión. El montaje narrativo genera una tensión, con la cual el espectador entra en resonancia para acumular carga y al final acceder a la descarga. Aceptamos cargarnos porque queremos descargar. Aceptamos cargarnos porque se nos promete la descarga final. La situación de Charli es organizada para que la tensión se acumule y al final podamos descargar. Es un proceso mecánico. Como sucede en la serie El amor después del amor (2023, Juan Pablo Kolodziej), la historia importa mucho menos que la forma estandarizada en que se nos induce la emoción.

La ballena sólo me da espacio para conmoverme como se supone que debo conmoverme. Por eso digo que es una propuesta angosta, lineal, efectista. Nos invita a un efecto único, central. Aunque intento ver otras cosas, no lo logro. Pero tengo que asumir, una vez más, que la vitalidad de mi experiencia de espectador, con ésta, como con cualquier obra, no depende solamente de la obra, ni solamente de mí, sino de la relación, del espacio de juego que podamos construir entre medio, entre el objeto, la película, y mi mirada, que parece querer algo que la película parece no darle. Si no apago la pantalla, si no me retiro de la sala, cosa que bien podría hacer, bueno, entonces es mi responsabilidad de espectador inquieto hacer alguna maniobra para que la experiencia resulte vital. Quejarse es demasiado fácil. Entonces acepto el desafío.

Películas como ésta, experiencias así de angostas, son un gran desafío para espectadores que gustan de lo heterogéneo, de los detalles insignificantes, de los gestos no significativos, de la actuación excéntrica, del aburrimiento, de los tiempos muertos (en el fondo nunca muertos), de los colores del accidente. También es un problema personal, no sé si una cuestión de gustos, pero sí de sensibilidades. Diferentes cuerpos (diferentes vidas) resuenan con propuestas diferentes. Y no es que esté mal que usemos el así llamado arte para aliviar tensión, la pregunta es si esa es su única función, o si es la función principal.

La coincidencia de dos celestes en dos planos consecutivos (heladera, barra) me recuerda el uso excesivamente cuidado de los azules en la película El padre (2020, Florian Zeller). En algo se parecen ambas películas. La narración como un mecanismo de relojería que nos lleva a la conmoción final, el departamento como locación casi exclusiva, el personaje central tomado por un síntoma, allá la memoria, acá la gordura y el problema cardíaco, allá la dificultad para ubicarse en espacio-tiempo, acá la dificultad para moverse concretamente por el espacio, la relación problemática con la hija, el trauma del pasado como explicación de la traba presente, allá la muerte de la hija, acá la muerte del novio. Ambas películas están basadas en obras de teatro. Otra que está basada en una obra de teatro, y también sucede en un departamento, y también retrata problemas vinculares en una familia, es Los humanos (2021, Stephen Karam). Lo diferente de Los humanos es que los personajes son complejos, ambiguos, indescifrables; el melodrama (esa estructura narrativa de posiciones fijas) es esquivado constantemente, la expresividad actoral no está atorada en la necesidad de hacer gestos para explicar emociones, y el trabajo espacial y de cámara, lejos de sólo ponerse al servicio de la historia, teje su propia trama, permitiendo la complejización de la mirada.

Andrea Riseborough en To Leslie

Otra película con la que podemos comparar a La ballena es To Leslie (2022, Michael Morris). Aquí, una madre, no obesa sino alcohólica, que abandonó no a una hija sino a un hijo, busca también reconciliarse con un gesto de redención. Las dos películas salieron el mismo año; To Leslie es mucho más sutil, pero La ballena recibió más atención, más premios. Por lo menos aquí, la relación entre sutileza e impacto es inversamente proporcional. Ambos protagonistas fueron nominados al Oscar. Andrea Riseborough, que despliega una actuación más ambigua y compleja, no ganó. Aunque la actuación de Fraser está bien, tal vez su Oscar haya sido, en parte, un gesto simbólico de reparación por la historia de abuso que lo alejó de Hollywood. ¿No era obvio que iba a ganar? ¿No era su regreso algo importante—políticamente correcto? Puede ser, pero esa no es la razón principal por la que la película llenó tantas salas de cine. Hay algo en la hiper-legibilidad terapéutica de esa historia de reconciliación que parece ser muy convocante. ¿Por qué las películas más populares tienden a ser las menos ambiguas?

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Las películas no son sólo películas, los fenómenos culturales son también acontecimientos políticos, sociales y terapéuticos. Si La ballena es un acontecimiento social, cultural y terapéutico, ¿podemos decir que es también un acontecimiento artístico? Si la terapia tiene una función social y busca un efecto central y claro, una certeza final que tranquiliza, entonces, el arte ¿qué busca? ¿Qué busco yo, espectador inquieto, en una película? No niego el valor del efecto terapéutico del cine, lo que cuestiono es que ese efecto monopolice la experiencia, que se lo lleve todo. Quiero más, quiero otras cosas, pero tal vez sea mi misión encontrarlas. Tal vez, entonces, escribo este texto para confesar que no he sabido ver esta película de modo artístico, que no he podido sino quedar atrapado en su mecanismo terapéutico. Sí, puede que sea mi responsabilidad el diversificar los efectos de la experiencia, pero me pregunto: si el director de la película viera a un espectador no llorar en la escena final, ¿no consideraría que ha fracasado?

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Para más sobre esta película, te invito a escuchar el episodio 3 de mi podcast en El Espectador Inquieto

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